sexta-feira, 28 de junho de 2013

la vida no existe

Mi tío-abuelo Eliseo, que vivió la revolución del 34, la guerra y las prisiones de los vencidos y los años de la “fame”, solía repetrir a menudo: “Los ojos del ser humano se acostumbran a ver hasta el infierno cuando lo tienen delante todos los días”. Lo recuerdo a veces, paseando a Klaus (ahora huérfanos ambos de Yola), por la noche y veo a gente durmiendo en un revuelto de mantas en los cajeros de los bancos.

Me acuerdo también de la primera persona conocida a la que vi dormir en la calle, en el soportal de un garaje. Era Freddy, todo un personaje cosmopolita y trotamundos de Sama, que volvió a su casa de La Juécara tras pasar décadas por la tierra adelante. Su familia no quiso saber nada de él y las primeras noches de su retorno al pueblo natal las pasó durmiendo en un saco de dormir en el portal del gimnasio del Instituto Jerónimo González. Luego, con su talento de encantador de serpientes, se buscó cobijo enseguida en casa de amigos de hacía más de treinta años, hasta que al final fue readmitido por su familia.

En los primeros años que viví en Xixón conocí a otro tipo que también dormía en la calle. Era un holandés errante que pintaba murales de tiza en el Paseo del Muelle para sacarse unas perras y que iba por la noche a gastárselas en cervezas y algún bocadillo en el antiguo Café Trisquel de la calle Pedro Duro. Se llamaba Jan y hablaba español perfectamente, con acento argentino, adquirido en la infancia de su madrastra, una porteña emigrada a Rotterdam que se había llegado a casar con el policía que la detuvo al llegar a Holanda sin papeles y que era el padre de Jan. De su vida, creo que fue lo único que le escuchamos contar y una vez muy de pasada, cuando alguien se interesó por saber el origen de aquel marcado acento argentino.

Dentro de lo que cabe llevaba una existencia bastante rutinaria, desde el mediodía hasta bien entrada la noche pintaba sus murales en el suelo del Muelle y al concluir su jornada laboral se iba al Trisquel, comenzaba a beber pintas de cerveza y se marchaba cuando ya no le quedaba una moneda que gastarse. Llegado ese momento se levantaba tambaleante, recogía su petate y decía siempre: “Bueno, creo que es hora de irse a casa”.

Una noche volviendo yo para la mía, cerca de la Puerta de la Villa, me pareció ver durmiendo en el soportal de un garaje a un tipo muy semejante a Jan. Pasé de largo y retrocedí unos pasos para cerciorarme de que era él. Lo reconocí por la funda del petate, un saco auténtico de marinero con el viejo anagrama de la Armada de Flandes.

Era un tipo muy divertido y ocurrente. Nos gustaba charlar con él mientras trasegábamos nuestras Guinness y él sus pintas de cerveza española de barril, sobre todo por sus puntos de vista siempre particulares y sorprendentes. A propósito del dinero, mantenía opiniones similares a las de los anarquistas clásicos, atribuyéndole una mera naturaleza de ficción social. “El dinero no existe”, recapitulaba a última hora, a punto de “irse para su casa” tras fundir la última moneda conseguida pintando en el Muelle. No sé si yo o un amigo de aquella, del que hace años que no tengo pista, le discutíamos que precisamente su caso era una perfecta demostración del funcionamiento del mercado capitalista: mientras producía sus murales se iba generando en la gorra destinada a las monedas de los viandantes un pequeño capital que él, una vez recogido, empleaba en consumir cerveza en el Café Trsiquel, al día siguiente la rueda volvía a girar: debía comenzar de nuevo para que la maquinaria del dinero no se interrumpiese. En verdad -le provocábamos- él formaba parte de esa maquinaria capitalista le gustase o no le gustase y de una u otra manera seguiría formando parte de ella, por lo menos, hasta el día en el que consiguiese vivir del aire y Ramón o Beto, los chigreros del Trisquel, decidiesen invitarle a sus pintas hasta que el cielo cayese sobre la tierra. Jan se encogía de hombros, nos miraba con sus ojos vidriosos y miopes sonriendo tras unos lentes estilo John Lennon y apuraba el último trago de cerveza para insistir en su cantinela nihilista: “La cerveza tampoco existe”. Y decía aquello de que ya iba siendo hora de irse a su casa.

En aquella casa del garaje cercano a la Puerta de la Villa lo vi una noche de “xelada”, en lo más crudo del invierno, durmiendo con media docena de gatos callejeros acomodados sobre él. Desde la acera se podía escuchar perfectamente el ronronear agradecido de sus compañeros de lecho.

Una noche apareció por el Trisquel exultante de alegría. “Ahora sí vais a poder insultarme de capitalista para arriba. He encontrado un trabajo estable y renumerado con derecho a vivienda”. No le creímos hasta que fue explicando en qué consistía su nueva vida como asalariado. Por lo visto había llegado a un trato verbal con el vigilante nocturno de un parking para que le sustituyese en su puesto mientras el titular se iba a un puticlub de enfrente del garaje a pasar el rato. A cambio le pagaba una cantidad similar a la que él obtenía pintando en el Muelle durante todo el día y le permitía pasar la noche a cubierto y con una nevera al lado llena de latas de cerveza y algunas viandas. El tiempo libre que le permitía su nuevo horario laboral lo empleaba en deambular por Xixón, echarse a dormir una siesta en el Cerro de Santa Catalina o dejar que las horas transcurriesen plácidas en la Cuesta del Cholo, con una caña en una mano y un porro en la otra.

Sé que no duró mucho la nueva situación de Jan. Creo que los dueños del parking descubrieron la estratagema de su vigilante nocturno y lo despidieron inmediatamente. Jan volvió a pintar sus murales con tizas de colores en el Muelle.

Pasó el tiempo. Yo dejé de frecuentar todas las noches el antiguo Trisquel de la calle Pedro Duro. A nuestro amigo el holandés le perdí el rastro en la primavera del 92 o del 93. Había desaparecido del Paseo del Muelle y el último mural que pintara lo borró con una furia bárbara un aguacero seguido de una galerna no menos tremenda un 25 de abril en el que un grupo de románticos de la revolución portuguesa intentaba conmemorar la fecha en los Jardines de la Reina con música de fados y unos cuantos claveles que la ventolera pronto dejó hechos trizas entre las plantas tropicales del jardín público y las aguas remontadas del Muelle.

Años después, la primera vez que viajé al pueblo natal de Mercedes en Galicia, nos escapamos una tarde hasta Santiago y allí al lado del Preguntorio vi reclinado sobre un mural en el suelo de lajas baqueteadas de la rúa a un tipo desgreñado que deslizaba sus tizas de colores sobre un dibujo del Apóstol algo naïf que parecía cien veces borrado y vuelto a pintar. Junto a la gorra destinada a las monedas y el petate de marinero habia dos botellas de cerveza de litro, dos litronas, una vacía y la otra, a punto de estarlo, que el artista callejero bebía a morro, sin importarle de que una parte del contenido de la botella se desparramara por su barba rala y sucia. Me acerqué a dejarle unas monedas y le toqué en el hombro para saludarle. Jan se volvió con la mirada vidriosa y perdida, como si acabase de despertar de un largo sueño. No me reconoció. Yo tampoco quise insistir ni entrometerme en la que parecía ser su confusa rutina en las viejas rúas compostelanas. Como el de cientos de peregrinos piadosos o aventureros de la vida, su camino había llegado hasta aquel finisterre y quién sabe qué sería de él en esa meta de los días que ya se van perdiendo entre la niebla y la lluvia de los viajes sin vuelta. No sé si me oyó, pero le deseé suerte y me despedí de él en su propio idioma, recordándole, recordando ahora que, a veces, parece que es la vida la que no existe.

quarta-feira, 26 de junho de 2013

Paisajes del alma

Ya está en los kioskos el último número de Siete Leguas, en el que recorremos, con el maestro Navia, los paisajes del alma de Unamuno por tierras de Castilla y Portugal...

sábado, 22 de junho de 2013

polizón

Nel veranu de 1953, el Coru Santiaguín de Sama, embarcóse nuna xira per diversos llugares de la Isla de Bretaña. Salieron de San Esteban de Bocamar nun cargueru mistu de la Compañía Babcock & Willcox y arribaron al puertu de Cardiff, nel País de Gales, cuatro díes después, tres facer escala en Santurce y Lorient.

Pela crónica que se recueye d'esti viaxe nel portoliu de les fiestes de Santiago del añu siguiente, actuaron con gran ésitu na mesma Cardiff, nos estudios locales de la BBC y después nel festival de coros mineros de Langollen. L'álbum de fiestes ufierta un curiosu reportaxe fotográficu que resume nuna decena d'estantanies el periplu de la masa coral llangreana dende l'embarque del so autobús Pegaso en San Esteban nuna de les grúes de la Compañía Babcock & Willcox hasta la xira de prau na que los de Sama posen arrodiaos d'unes cuantes moces ataviaes col traxe nacional galés nel festival de Llangollen.

Daquella xira pela gaélica y minera Cymru los componentes del Llaureáu Coru Santiaguín truxeron sinfinidá d'anécdotes, media docena de caxes de sidra del país -que s'avinagró nel barcu- y a un polizón, del que nun se decataron hasta'l momentu mesmu de volver a Sama. Esi día, salieron recibir a los viaxeros decenes de llangreanos, encabezaos pola corporación en plenu del Conceyu y la Banda de Música. Nes escaleres de la ilesia xuntáronse pa que los retrataran y foi entós cuando Ortega el fotógrafu -padre-, descubrió na formación del Coru a un componente que nun-y sonaba de nada. Pensó que yera un cómicu, un rapaz que pasaba perende y tuvo la gracia d'arrimase pa la semeya y mientres enfocaba pal grupu, alzó la vista del visor de la cámara y féxo-y señes cola mano pa que saliere d'ellí. L'intrusu, un rapaz escuchimizáu roxu y pintalarrama, púnxose coloráu como un pimientu y de siguío escomenzó a lloriquiar. Bono, los qu'asistieron a esa escena y lo remembraben munchos años después, especificaben que se punxo a lloriquiar ensin voz, abriendo abondo la boca y entornando los güeyos, como un payasu o un mimu. Los componentes del Coru que lu arrodiaben tamién lu tomaron por un faltosu y encamentáron-y de mala manera que dexara de facer la comedia. Foi entós cuando un de los cantantes más veteranos, Tino “Rodiellu” saltó nel so favor, afirmando ellí delantre toos, qu'aquel rapaz acompañáralos nel viaxe, que durmiera con él nel camarote del barcu y qu'anque lo cierto yera que nun falaran cosa en tol trayectu, él tuviéralu por un sobrín del director del coru que viaxara con ellos otres veces y del que namás s'alcordaba que yera un guaje mui formal y calláu.

Dizque s'armó ende delantre la ilesia una baragaña bárbara ente los que se poníen de parte de Rodiellu y los que defendíen que'l rapaz yera namás un comediante y un babayu. El suxetu de la escandalera mentantu encloyárase nes escaleres tremorosu y ensin abocanar un segundu aquel llorimiquiu silenciosu. Apaciguáronse dalgo los ánimos cuando doña Amelia, una maestra de les Escueles Dorado, soltó dos palmes rotundes, como les qu'entamaba en clase colos nenos cuando quería que-y dispensaren atención y allegándose al rapaz, sentenció con voz firme y clara:

- ¡Dexáilu en paz! ¡Probín! ¿Nun veis que ye mudu?

Los que discutíen a voz en gritu enmudecieron. Miráronse unos pa otros ensin saber qué cara poner y después gacharon la cabeza, mientres doña Amelia tentaba comunicase col rapaz por señes. La maestra tenía una fía sordomuda y valíase del llinguaxe de señes con ella; tamién ficiera que los sos escolinos lo deprendieran pa saber entendese con cualquier persona que tuviere esi problema.

Preguntó-y de ónde yera, porque naide de los ellí presentes lu conocía a nun ser Tino Rodiellu y ésti namás de viaxar con él nel barcu de vuelta. El rapaz fexo grandes esparabanes apuntando col índiz hacia arriba unes cuantes veces. De siguío, acolumbró el mapa de les Isles Britániques que llevaben pintáu nuna sábana nun llateral del autobús Pegaso y corrió hasta ende pa señalar con bien d'énfasi un puntu de la costa oriental de la isla mayor, que cuadraba más o menos per onde la ciudá de Cardiff.

Por señes desplicó-y a doña Amelia -que diba faciendo de traductora simultánea pal numberosu públcu que los arrodiaba- que yera güerfanu y ensin nenguna familia, que malvivía nel puertu de Cardiff aidando a carretar dalguna caxa de los pesqueros de baxura y tocando la filarmónica peles cayes y los pubs onde lu dexaben. Sacó una filarmónica del bolsu y énte'l plasmu de tolos presentes arrancóse a tocar con gran xeitu l'Asturies Patria Querida. Confesó-y a la so intérprete que taba fartucu de la vida que llevaba en Cardiff y que por eso decidiera embarcase como polizón nel barcu que llevaba a aquel coru de mineros que bien-y prestara escuchar cantar en puertu, de la qu'andaba perende aculló coles manes en bolsu, duldando si saltar la borda de cualquier buque estranxeru o si tirase derechu a les agües turbies del muelle.

Dende aquel día El Mudu, como siempre lu conoció tol mundu, convirtióse nun vecín más de Sama. Yera mui curiosu y péritu en bien de xeres: sabía arreglar reloxes y paragües, afinar gaites, capar gochos y atopar regueros y mananciales d'agües soterrañes con una variquina de fresnu. Los del Coru Santiaguín adoptáronlu como un miembru más de l'agrupación y acompañábalos nos ensayos cola so armónica y teniendo pol estandarte nos escenarios onde cantaben. Trabayó bastantes años nel taller de Pachu el reloxeru, na Plaza les Madreñes de Sama y cuando marcharon los primeros emigrantes a Suiza qu'en volviendo de vacaciones avezaben trae-y a la familia de regalu relós de cuquiellu, amosó una gran mañosería n'arreglalos y ponelos otra vez a rabliar de la que s'estropiaben.

El Mudu yera un rapaz mui sociable y amigu de la folixa. Nun perdía romería de tola contorna del vai del Nalón dende'l Corpus de Ciañu a la Virxe del Carbayu en setiembre. Bebía sidra como si fuere agua de la fonte y ensiguida sacaba la so filarmónica pa que la xente bailare al so rodiu. Tocaba pieces asturianes y munches otres desconocíes -mio padre dicía que precioses-, seguramente de la bayurosa tradición musical galesa. Al empar enxamás dexó de ser un home solitariu. Alcuando pasaba díes al so aire, andando pel monte y adormeciendo en camaretos de paya si había tiempu bonu o en cabañinos de llindiadores de la que la nueche botaba agua a calderaes y ventolera.

De los que lu trataron toos s'alcuerden que sabía coses que pocos sabíen. Amás de ser quien atopar regueres soterrañes cola so variquina de fresnu, vaticinaba'l tiempu, con predicciones metereolóxiques de dos o tres díes. Debió ser una d'eses intuiciones de misteriosu orixe la que lu enveredó una tarde de veranu de los setenta a dexar Sama pa siempre. Montó nel Carbonero hasta Uviéu y ellí coyó l'últimu tren d'Económicos que salía, pela Siella del Rei, a San Esteban. Un rapaz de Sama que trabayaba nes grúes del puertu de Bocamar violu aquella tarde, de la que ya escomenzaba escurecer, con un fardel al llombu saltar la borda del cargueru d'hulla de la Compañía Babcock & Willcox que diba cubrir la postrer singladura de la ruta carbonera ente San Esteban y Cardiff, con escales en Santurce y Lorient. Aquel rapaz alcordábase de la estampa ruina y menuda del Mudu, esmuciéndose ente les solombres del muelle y de qu'aquella nueche había una mar mui mala que devolvía, como un estómadu revueltu, les agúes del Nalón dende la barra del puertu contra la ría.
Yera a finales de Xuno -remembraba el gruísta, que yera dalgo pariente nuestru-, pasao ya San Xuan y de sópitu remaneciera un nordés gafu y unos retales de xarazu como si fuere hibiernu dafechu. Aquel airón respigaba la ría, el pelleyu y hasta l'alma”. Tanto tiraba el vendaval que'l nuestru pariente caltenía que depués de ver al Mudu embarcase a lo furtiao, paeció-y sentir remanecer de la bodega del barcu unos sones de filarmónica que debiera prevocar una corriente del nordés y que por suerte nun valieron pa descubrir al polizón.

quinta-feira, 20 de junho de 2013

flor nueva de romances viejos

Siguen extraños caminos del azar los libros. Este “Romancero asturiano” recopilado por Juan Menéndez Pidal (hermano de don Ramón) que reapareció hace unos cuantos días con la mudanza de casa, por ejemplo, lo debí de encontrar en la librería Vetusta de la calle de la Merced y no me acordaba de la dedicatoria que lleva. Es, por lo visto, una “atención” de una entidad social gijonesa a un político de fuste en los años de la transición en recuerdo de su visita a la sede de la asociación. El interés del repúblico por los romances que se cantaban en las danzas, esfoyazas y filandones del País Astur en tiempos de los Menéndez Pidal no debía de ser mucho o su dedicación a los asuntos patrios no le dejaría tampoco demasiado tiempo para otros menos mundanos, y se le olvidaría distraídamente en el hotel donde se alojó aquel primero de junio del 87, en el que aparece fechada la dedicatoria.

Gracias a ese despiste el libro acabó recalando en los anaqueles de la librería de viejo y luego, por no más de cuarenta duros, en las manos de uno hasta su resurreción de hace unos días.

En los últimos meses me aficioné a rebuscar entre los romances de tradición oral que aún se dicen y se cantan por Asturias, gracias al programa “Camín” de la TPA, que dirige Ramón Lluis Bande y conduce, con mano magistral (sobre todo para sonsacar a sus informantes), el imprescindible Xosé Ambás. Resulta curioso que tras haber pasado años sin ver la televisión, me haya aficionado también a sintonizar el canal autonómico para disfrutar de unos cuantos programas dignos de ver, como las entrevistas de Xuan Bello en “Clave de Fondo”, el extraordinario “Camín”, “Pieces” y un no muy largo, pero sí provechoso etcétera, que nos ofrece un retrato bastante verdadero de la realidad de esta tierra. En las últimas temporadas de “Camín” abundan las informantes que recuerdan, unas veces cantando y otras sólo recitando, romances orales, algunos de los cuales sólo se conocen en Asturias o en la raya del país con las comunidades vecinas. Para más de uno será un tostón escuchar a una señora con medio pie en la sepultura recitar o cantar monocordemente un romance durante siete minutos en planos que remiten a la edá heróica del UHF o a cierto cine independiente iraní. A mi me emociona ver cómo reviven estas viejas palabras en la voz de quien las adquirió no en los libros sino en la memoria heredada de sus mayores.

El hecho de que la inmensa mayoría de las versiones conservadas de los romances de Asturias estén en castellano, con algún asturianismo entreverado apenas, parece que nos alejó de esta literatura popular a los que escribimos en la lengua del país o por lo menos no nos animó lo suficiente para interesarnos por ella. Resultaría tedioso ponerse ahora a dilucidar las causas por las que los romances se transmitieron hasta prácticamente nuestros días en castellano, en cualquier caso y a falta de hipótesis más o menos convicentes sobre el particular, bien podemos acogernos a la posibilidad de que con anterioridad existiese una poesía popular íntegramente en asturiano, una tradición lírica emparentada con formas como la paralelística de la poesía galaico-portuguesa. Un vestigio de esta posibilidad lo encontramos en la composición recogida por Juan Menéndez Pidal bajo el título “La Tentación”:

-¡Ay, probe Xuana de cuerpo garrido!
¡Ay, probe Xuana de cuerpo galano!
¿Dónde le dexas al tu buen amigo?
¿Dónde le dexas al tu buen amado?
-¡Muerto le dexo a la orilla del río,
muerto dexole a la orilla del vado!
¿Cuanto me das volverételo vivo?
¿Cuánto me das volverételo sano?
-Doyte las armas y doyte el rocino,
doyte las armas y doyte el caballo...

Es un tipo de estructura paralelística similar al que vamos a ver en el romance más conocido y el más vivo de los que aún se cantan en Asturias, “El galán d'esta villa”, con el que se acompañan las distintas danzas primas de las fiestas patronales:

¡Ay!, un galán d'esta villa,
¡ay!,un galán d'esta casa,
¡ay!, él por aquí venía,
¡ay!, él por aquí pasaba.
¡Ay!, diga lo qu'él quería,
¡ay!, diga lo qu'él buscaba,
¡ay!, buscó a la blanca niña,
¡ay!, buscó a la niña blanca...


Al margen de estas elucubraciones lingüisticas nos atrae el fulgor antiguo que desprende un romance que, a fuerza de resultarnos tan familiar a los oídos, casi ni nos detenemos a escuchar los latidos de unos octosílabos que tienen mucho de recóndita fórmula mágica. Así se nos dice de la blanca niña buscada por el galán, es la que tiene “la voz delgadina/ la que tien la voz delgada”, que es también la que el cabello tejía y trenzaba, “al pie de una fuente fría/al pie de una fuente clara/donde canta la culebra/ donde la culebra canta”. Uno tuvo que escucharlo muchas veces y leerlo ahora, reposadamente, en las versiones fundidas que ofrece el hermano de don Ramón Menéndez Pidal, para descubrir que la magia no está sólo en la intuición poética de quien lo hizo correr de boca en boca por primera vez, también el asunto del que trata es un episodio de magia, la historia de un encantamiento. La joven de la voz delgadina pertenece a la misma categoría mítica de los relatos de tradición oral de Asturias en los que se describe a mujeres, casi siempre dotadas de una belleza fuera de lo común, que han sido hechizadas para permanecer prisioneras, “encantadas”, en una fuente, un pozo o una cueva (lugares que remiten a entradas o bocas del trasmundo) hasta que alguien consiga romper el hechizo con su bondad o pronunciando las palabras exactas del “esconxuru”. En estas narraciones se presenta a las encantadas: moras, mouras o xanas, realizando determinadas acciones: cantar, peinarse con peines de oro o tejer e hilar con husos y ruecas, también de oro. En la parte final del romance que recoge Juan Menéndez Pidal, la “blanca niña”, tras unos confusos episodios en los que se queda embarazada y da a luz a una nueva “niña blanca”, la protagonista, capturada por un Rey, termina tejiendo e hilando en sus prisiones. Por cierto este último fragmento que publica el menor de los Menéndez Pidal (pp.150-151) aparece en lengua asturiana.

Merece la pena citarlo completo:

¡ay! arriba en l'alta mena,
¡ay! arriba en mena alta:
quier que le sirva a la mesa,
quier que le sirva a la tabla,
¡ay!, con la taza francesa,
¡ay!, con la francesa taza:
que file paños d'Holanda,
con rueca la de madera,
con rueca la de su casa,
los que filaba la Reina,
los que filaba la Infanta,
¡ay!, con el tortoriu d'oro,
col tortoriu d'esmeralda.
¡Ay!, tortoriu trae de piedra,
¡ay, tortoriu, fusu y aspa!
Llabra en él la seda fina,
llabra en él la seda clara;
¡ay! al Rey le fay camisa,
¡ay!, al Rey la fay delgada,
¡ay! , del oro engodornida,
¡ay!, del oro engodornada...


Otras magias se descubren en este romancero de Juan Menéndez Pidal. Viejos conocidos de la tradición oral castellana o provenzal como Bernardo del Carpio, el Conde Olinos: “Levantóse el Conde Olinos/mañanita de San Juan:/llevó su caballo al agua/a las orillas del mar”, don Gayferos, don Bueso, don Martinos, Gerineldo, conviven con celebridades locales de los romances asturianos: Galancina o Galanzuca, doña Enxendra, Tenderina o el Conde Flor. No siempre vuelan tan alto ni llegan tan hondo muchas de estas piezas como el “Galán d'esta villa”, a menudo se intercalan en historias más o menos caballerescas o piadosas morcillas chuscas embutidas allí por algún trasmisor no especialmente dotado para la lírica. Quizá por eso cobran más valor las auténticas perlas que de cuando en cuando sirven para perdonar cuatro docenas de octosílabos en los que no pasa nada o lo que pasa nada interesa, a veces es en los comienzos del romance donde deslumbran y perduran esas joyas, seguramente despojos del tesoro original que se perdió. Son versos como esos que inician “El Penitente” y que valen por toda una tradición extraviada:

Allá arriba en alta sierra,
alta sierra montesía,
donde cae la nieve a copos
y el agua menuda y fría...

Más o menos como en este principio de verano, en el que cualquier día vemos cubrirse la arena de San Llorenzo (la poca que no se llevó el mar en los últimos meses) no de sombrillas y bañistas, sino de copos de nieve, que debe ser lo que sigue a estas mañanas de sol tímido y noches de agua menuda y fría.

sexta-feira, 14 de junho de 2013

adiós amiga

A veces, cuando me miraba así, el aguafiestas que todos llevamos dentro me hacía recordar que un día, más lejos o más cerca, tendríanos que despedirnos.
La verdad es que eso es lo que nos dice ese aguafiestas de cada cosa por la que merece la pena el mundo: llegará el día en que tendremos que despedirnos de todo ello, el día en el que lo vamos a ver por última vez.

Supongo que la intención del aguafiestas no es tanto la de amargarnos la vida como advertirnos de lo frágil de la propia existencia y de la necesidad de disfrutar de todo lo que nos pueda hacer felices durante un instante fugaz o durante el resto de nuestros días. Nos avisa de que estemos preparados, aunque, a la hora de la verdad, nunca lo estemos.

Desde luego, ayer al mediodía, mientras paseaba con los perros por el parque del Rinconín y ellos se tiraban, a cada poco, a ganar la cebada entre la yerba fresca para aliviarse del calor y por puro gusto, el mundo parecía tan perfecto como si la muerte y el dolor no existiesen en él. Al calor bochornoso que siguió a la tarde y luego en la noche atribuí yo la dificultad con la que Yola, la perrina, respiraba al volver de nuestro último paseo del día. Abrí de par en par la ventana del estudio y me senté a su lado para intentar tranquilizarla con caricias y que su respiración, cada vez más agitada, se sosegase. Ella se dejaba hacer y me miraba a los ojos fíjamente, durante todo el rato que permanecimos así no me quitó la vista de encima en ningún momento.

Me seguía mirando y movió tímidamente el rabo cuando la cogí en brazos para llevarla a una clínica veterinaria con servicio permanente de Urgencias que hay en nuestra calle. Y me siguió mirando así cuando unos brazos extraños se la llevaron, con mucha delicadeza, hacia el interior de la clínica.

Sólo los que tienen o han tenido un perro saben como es esa mirada con la que miran a uno a los ojos. No deja de ser curioso que un animal sea capaz de mirar con una nobleza y complicidad que ni el más honesto y bondadoso de los seres humanos conseguiría trasmitir con tanta verdad.

Es lo último que vi de ella. Su último regalo. Es también lo primero que recuerdo de la primera vez que intenté acercarme a Yola. Era un animalín escurridizo y temeroso a quien habían maltratado de cachorro. Sus primeros dueños, una familia con niños mostrencos y sádicos, la trataban literalmente a patadas e incluso quisieron deshacerse de ella; la salvó M., la hermana de mi mujer y con ella descubrió una faceta que desconocía de los humanos: el cariño y el arropo, todo un paraíso de atenciones y consentimiento de caprichos, casi hasta el exceso. Circunstancias personales de su nueva dueña y salvadora la llevaron a “empaquetárnosla” en acogida en sucesivas ocasiones. Nos costó bastante, al principio, lograr que confiase en nosotros y aún más que nos aceptase como miembros de su manada. Yo reconozco que fui ganándomela a base de pequeños sobornos: un trocito de salchicha o de jamón york, una costilla pequeña que iba dejándole por el camino, hasta que poco a poco, muy poco a poco, fui consiguiendo que comiese de mi mano...aún así, entonces, se limitaba a atrapar el bocado con urgencia y corría luego a poner tierra de por medio entre ella y yo. En todo ese tiempo de aprendizaje en el que fue convenciéndose de que mis intenciones estaban lejos de ser aviesas no dejó de mirarme nunca a los ojos. Desde entonces y hasta ayer nunca apartó esa mirada, al principio recelosa y cuando ya me aceptó, franca, cálida, con algo que no puedo por menos que llamar amor o devoción, como ningún otro ser me ha mirado ni seguramente me mirará... Hasta mis propios padres, mi hermana, mi mujer, toda la gente que quise y que me quiso y que nunca voy a olvidar me miraron alguna vez con reproche, recelo, enfado...La perrina ni siquiera cuando la sometía a la -para ella- tortura china de bañarla o de ponerla en manos de veterinarios cuando no había más remedio o de peluqueras caninas para que una vez al año le rebajaran y arreglaran sus enmarañadas pelambreras. Ni siquiera en esas ocasiones incomprensibles para ella me dirigió una mirada con mala intención y no porque fuese una perrita arcangélica, que bien sabía mirar con fuego en los ojos y hasta de reojo chulesco a quien no le ofrecía suficiente respeto o confianza.

En los últimos años, el traslado por motivos laborales de su dueña a otras latitudes propició la acogida con carácter, ya prácticamente, permamente de Yola en nuestra manada, junto al otro can de la familia, Klaus, un macho pointer con el que siempre vivió en un continuo “ni contigo ni sin tí”, como es corriente en las mejores manadas. Fue en este tiempo, en el que la perrina -lejos de su querida dueña- me escogió como su auténtico faro y guía. Me seguía sin desmayo detrás de cada paso que daba y hasta los rincones que siempre uno había considerado más privados, como el cuarto de baño. Nunca me quitó la vista de encima, esa mirada que ayer vi por última vez, despidiéndose de mi, sin saberlo -ni ella ni yo- y si en algún momento desaparecía mi presencia de su ángulo de visión mostraba tal agitación y desasosiego que parecía que fuese a romperse de pena y dolor. Sé, sin ningún género de dudas, que si hubiese sido ella la que tuviese que despedirse de mi, la que me viese por última vez antes de desaparecer para siempre, se habría muerto de pena. Me rompe el corazón saber que yo no soy capaz de corresponderle con la misma arrebatada fidelidad y que ahora que ya no la tengo cerca, detrás de mis pasos, lamiéndome o intentando lamerme como una desesperada cada vez que mi cara rozaba el campo de acción de su hocico aunque fuese de manera casual, saltando y correteando sin parar de mover el rabo y emitir unos graciosos ladridos que se asemejaban a risas o algo muy parecido cada vez que me veía llegar a casa, ni siquiera con ese dolor de que toda esa alegría y ese amor que ella me proporcionaba ya es ahora mismo, puro recuerdo que escuece y convierte el corazón en un revoltijo de nudos ardientes, uno sería capaz de dejarse morir de pena, aunque sea lo que siente en el alma. A fin de cuentas uno no es un perrín fiel, es un ser racional, pensante, práctico -cuando no hay más narices- y por tanto con capacidad para seguir viviendo sin ella al lado. Los humanos -en algo teníamos que ser superiores a las otras criaturas del reino animal- tenemos esa capacidad para hacer de tripas corazón y poder seguir viviendo -y hasta con ganas- con aquello que más quisimos, a quien más nos quiso y como nunca nadie más nos querra (como dicen los boleros y la verdad vulgar y profunda de la realidad) transformado en memoria, en recuerdo encendido como un fuego que quema y duele, pero también emociona al evocar toda la felicidad compartida con esos que fueron presencia amiga, sentida, perdurable.

Como todos los que tenemos perros a Yola y a Klaus, que aquí sigue, aguantando mecha con sus trece años y su cuerpo de campeón lleno de cicatrices, también uno tuvo siempre la costumbre de hablarles como si fueran personas, de animarlos a correr y a rebrincar cuando tocaba, de regañarles o afearles una conducta impropia, de llenarles de piropos y exageradas lindezas. Es algo que siempre hicimos los humanos con nuestros compañeros de viaje irracionales: Siempre se le dijo “bravo”, “galano”, “rey” al caballo que se montaba y respondía al jinete en situaciones difíciles; siempre, antes de la industialización de la ganadería, se animaba a la vaca al parir, llamándole de todo: “preciosa”, “bendita”, “perla”. Sabe Dios las enormidades de todo tipo que yo les tengo dicho a Yola y a Klaus. No me da vergüenza ninguna decirle una más a esa perrina que ya no me puede escuchar, aunque uno siga sintiéndola tan cerca: “Yo qué sé. Que te puedo decir que tú ya no supongas.Siempre tuviste esa capacidad para adivinarme el pensamiento y las intenciones... Eso, que te echo mucho de menos, amiguina. Me gustaría ser perro para morirme de pena por ti. Perdóname por ser sólo un pobre hombre.

terça-feira, 11 de junho de 2013

contra la oscuridad


Amadeu Ferreira podría pasar perfectamente por un escritor imaginario. Natural de Sendim, Vicepresidente de la Comision de Valores Inmobiliarios y profesor de Derecho en la Universidad Nueva de Lisboa, es uno de los más prolíficos autores actuales en lengua mirandesa. A falta de una nómina suficientemente amplia de compañeros de viaje en la tarea de revitalizar la literatura en ese idioma del tonco asturleonés, desde hace tiempo ha tenido que inventárselos a través de diversos seudónimos: Fracisco Niebro, Marcus Miranda, Fonso Roixo. Bajo estos nombres ha venido publicando diversos volúmenes de narrativa, poesía, ensayo y versiones al mirandés de poetas latinos como Catulo y Horacio.

En la solapa del único libro que tengo de él, su fotografía: como de fotomatón, en la que aparece un tipo de bigote cómico y tocado por una amplia boina (casi una chapela), no ayuda mucho a dotarlo de personalidad real. El título de la obra: “La Bouba de La Tenerie” (La Boba de La Curtidora) tampoco parece que ayude en exceso a tomarse en serio su calidad como escritor. Con eso y todo, a uno le pudo más la curiosidad por leer una novela en lengua mirandesa que los prejuicios y, como más de una vez nos ha sucedido a lo largo de esta vida llena de trampas y máscara, para alegrarse de lo engañosas que pueden llegar a ser las primeras impresiones.

La novela de Amadeu Ferreira -firmada con el seudónimo de Fracisco Niebro- nos lleva a los años convulsos del siglo XVII en la tierra de Miranda, una zona donde el Tribunal de la Inquisición se empleó a fondo para erradicar las numerosas comunidades de criptojudíos que se habían asentado en sus aldeas y villas, tras huir de los reinos de Castilla y León. Junto a estos cristianos nuevos (de cuya presencia en tierra mirandesa aún quedan vestigios en la “fala” corriente actual con expresiones como “facer la sinagoga”: juntarse un grupo de mujeres a cuchichear asuntos privados...), otros personajes fronterizos: buscavidas, buhoneros, frailes heterodoxos, como el protagonista de esta historia: Fray Antonho de la Santíssema Trindade, herético, bisexual, admirador de su contemporáneo Fray Luis de León, de quien le cuenta su superior en la Orden, el Padre Agustín, que fue su amigo en la juventud y que hablaba con él en su idioma materno: el asturleonés hermano de la lhengua de Miranda.

La propia lengua, tiene un papel destacado en esta novela histórica, como expresión del pueblo llano y también en su dimensión de “fala”, casi mágica, un don que Fray Antonho parece poseer para sanar con ella las enfermedades del espíritu y de la mente. Lenguas que sanan y que también -tal vez por ello- pueden ser peligrosas. Así se lo recuerda el superior al fraile errante en el diálogo donde evoca a su amigo Luis de León:

Beio que falais cumo ls de Aliste y desses lhados para ende. Mas essa tamien era la fala de l miu amigo fraile Luis de León, tenéis la mesma fala. Ten cuidado, Antonho, que las lhenguas son ua cousa peligrosa”.

La virtud sanadora de la lengua la descubre casualmente Fray Antonio al visitar a una muchacha encerrada por loca (“la bouba”) y comprobar que cuando le habla ella se calma y parece recobrar la lucidez en la forma atenta y serena de la mirada:

Las palabras que you dezie antrában andentro de Laurinda cumo una malzina (...)La cura de Laurinda solo podie benir de la fala, de las palabras que you nun paraba de dezir(...)”.

Este convencimiento llevará al fraile en sus días finales, recluído en una celda de la Inquisición de Coimbra, a escribir un tratado sobre la sanación a través de la lengua. Sus reflexiones acerca del valor de la fala, especialmente de la propia que cada uno mama en su casa, le llevan más allá, a verla como una expresión de la pura libertad: “La fala bola cul aire i naide la prende, por esso la lhibardade stá mais en l falar que en l calhar”.

En la novela del prolífico Amadeu Ferreira abundan los aforismos, como el citado u otros, casi siempre referidos a la importancia de ser fieles a un origen y a una identidad: “Por bien pequeinhos que séiamos, l mundo nunca se acaba adonde nós queremos, bota sues raízes para alhà la nuossa selombra”, se dice el fraile mirandés, recordando al hombre que siempre le acompaña. “Solo palabras que serenas sálen i camina puoden serenar quien las recibe an sue casa”, escribe en su tratado sobre la sanación por la “fala” en la prisión donde la Inquisición de Coimbra lo ha recluído tras condenarlo a la hoguera por practicar el “pecado nefando”.


En el siglo en el que podemos llevar el mundo entero, la biblioteca de Babel y todas las conexiones con la realidad en el bolsillo, en una tableta de las dimensiones de una billetera, aún son legión en armas los que siguen considerando las relaciones amatorias entre individuos del mismo sexo un nefando pecado y en general cualquier expresión vital que se manifieste distinta a la de su orden uniforme y totalitario: hasta las indefensas lenguas minorizadas y su intento de revitalización son vistas por esos energúmenos del nuevo Santo Oficio tan peligrosas -se lo advertía el Padre Agustín a su protegido Fray Antonho- como las ofensivas terroristas, a las que no es infrecuente que se les asocie.

Algo de todo eso sabemos los que desde este confín del mundo llamado Asturies intentamos desde hace décadas revitalizar el milenario idioma en el que durante unos cuantos siglos se entendieron con hermanas palabras gentes de este lado del cordal y sus vecinos de las tierras de León, Zamora, Miranda, los territorios del histórico dominio asturleonés que tan certeramente describió don Ramón Menéndez Pidal. A los que tengan la suerte de leer esta novela -espléndida, llena de sugerencias sutiles, amor por un paisaje que es el mismo de la lengua donde se habla, de bosquejos de personajes tan vivos como en el tiempo en el que fueron almas de la tierra de Miranda- les va a “prestar” -como también se dice en mirandés ¡y en portugués- encontrarse con líneas que podían haber sido firmadas por cualquier escritor del occidente astur:

Tengo que ancarar culas muralhas. L que alhá bai, yà alhá bai. Mas nun passa. Las muralhas feitas pa la guerra i fui alhá que you perdi la mie. Ua guerra que nunca chegou a ser”.

Amadeu Ferreira parece la identidad de un escritor imaginario. Existe, es Vicepresidente de la Comisión de Valores Inmobiliarios, presidente de la Associaçon de Lhêngua Mirandesa, traductor de Catulo y Horacio y sabe Dios cuántas otras cosas más. Es autor además de una de las novelas que más me han emocionado en mucho tiempo,por la historia que en ella se cuenta y por escucharla contar en esa lengua tan cercana a la nuestra asturiana (prácticamente es la misma que aún hoy se habla en Degaña y en comarcas limítrofes de León), tan cercana a todas las lenguas pequeñas, sin fortuna histórica ni social. Unos cuantos inconformes nos empeñamos en luchar por su supervivencia y su posible y deseable revitalización, no por querencia al “rinconín” ni atávico chovinismo, sólo porque creemos en el valor de la palabra, de cualquier palabra como expresión de la inteligencia y el espíritu del ser humano, de esa verdad que si no pudiese ser dicha con palabras se hubiese quedado siempre en la oscuridad y nosotros también luchamos contra la oscuridad. Lo dice mejor Fray Antonho de la Santíssema Trindade traduciendo a su lengua los versículos del Evangelio de San Juan:

Al ampeco eisistie la Palabra.
La Palabra staba a la par de Dius
I la Palabra era Dius.
Eilha staba, al ampeço, a la par de Dius.
Todo fui feito por eilha
I, de todo'l que fui feito, nada fui feito sien eilha.
Neilha staba la bida
I la bida era la lhuç de ls homes.
La lhuç relhumbra ne l scuro
Mas la scuridon nun la quijo.
(Juan, I, 1-5)

sexta-feira, 7 de junho de 2013

estrellas anónimas

De los cuentos que reunió el escritor vasco Bernardo Atxaga en su primer libro de éxito:” Obabakoak”, hay uno del que sólo recuerdo el título, porque me canta en la memoria cada noche mientras paseo a los perros y a cena: Saldría a pasear todas las noches. Entonces se me ocurre si de verdad saldía a pasear todas las noches de no tener perros que sacar.
Antes, hace años, lo hacía, salir todas las noches, más que por pasear, por vivir unas cuantas horas más del día allí donde las conversaciones, los encuentros casuales, los ritos antiguos de la compañía siguen manteniendo la llama encendida en las sombras de los bares. Entonces, como ahora, debo ser uno de los últimos occidentales que aún mira el cielo sin el más mínimo interés científico, sólo por el gusto de ver cada noche cómo se encuentra la luna y, si la contaminación lumínica y las nubes lo permiten, por dónde andarán triscando los rebaños de estrellas.
En la aldea de mi madre, Fariseo, por los montes de Blimea, había un tontín, profesional de la mendicidad ambulante, al que llamaban Miracielos, porque decían que miraba más para el cielo que para el suelo por donde pisaba. Algo de Miracielos debe tener uno para arrastrar desde que tiene memoria esta manía de asomarse a un balcón o pasear por las calles de la noche, en mi caso, mirando tanto hacia los misterios de allá arriba, como hacia las cosas de por aquí abajo.
Esta noche, pasaba por la Plaza del Parchís con los perros y frente al Antiguo Instituto, en uno de los skylines más singulares de Xixón, vislumbré un racimo disperso de estrellas que no fui capaz de asociar a ninguna constelación. Eran algo así -aunque infinitamente más nobles- como esos políticos tránsfugas que se quedan con su silloncito y a los que llaman oficialmente: diputados o concejales no adscritos. Bien, éstas parecían de esa suerte: estrellas no adscritas a ninguna constelación o esa era la impresión que se tenía aquí en la tierra (es probable que las nubes altas ocultaran a sus compañeras de formación estelar). Recordaba uno con envidia al teósofo Roso de Luna, no por haber escrito esa demencial barrabasada de “El Tesoro de los Lagos de Somiedo”, sino porque tuvo la singular fortuna de haber descubierto una estrella, que hoy lleva su nombre.
Me venían a la cabeza también unos versos maravillosos de Gianni Rodari, un autor italiano poco conocido en España que ha escrito poesía para niños llena de gracia e inteligencia. En uno de esos poemas habla de las estrellas sin nombre, como estas que aparecieron hoy sobre el cielo de la Plaza del Parchís. Más que una composición para lectores infantiles, a mi me parecen unos de los versos más luminosos que dio la poesía italiana del pasado siglo XX, superiores a muchos de Quasimodo, Ungaretti o Montale. Dicen así:



I nomi delle stelle sono belli:
Sirio, Andrómeda, l'Orsa, i due Gemelli.



Chi mai potrebbe dirli tutti in fila?
Son piú di cento volte centomila.



E in fondo al cielo, no so dove e come,
c'è un milione di stelle senza nome:



stelle comuni, nessuno le cura,
ma per loro la notte è meno scura.



La voz de Rodari es tan clara y “prestosa” como el chorro de una fuente. No necesita traducción. Ella sola ilumina su propio camino como estas estrellas dispersas que me refrescan en la memoria sus versos: estrellas corrientes, nadie las estima, pero gracias a ellas la noche es menos oscura...



cuentos chinos



La primera impresión de la pintura china antigua sugiere al que la contempla una ligereza y una naturalidad que sólo parecen venir del trazo espontáneo de un talento inspirado. Es la impresión que el arte oriental, en general, pretende dar. Sin embargo hay que seguir viendo mucha pintura de los artistas antiguos chinos para darse cuenta de lo engañoso de tal impresión, del magnífico enredo en que hemos caído. Sólo entonces entenderemos que para ejecutar esas precisas pinceladas de tinta o color en las que, a menudo, cuatro trazos sugieren un paisaje de otoño o una joven que pasea melancólica junto a un lago, es necesario que la sustente una sólida preceptiva técnica.

Son muchos y variados los tratados sobre arte chino antiguo que han llegado hasta nuestros días. En un riguroso, documentado y no por ello menos ameno volumen divulgativo: “Teoría china del arte” del historiador chino-americano Lin Yutang (del que existe, por lo menos, una traducción al castellano publicada en 1968 en Buenos Aires por Editorial Sudamericana) se repasan algunos de estos tratados clásicos.

De todos los que se habla en esta obra divulgativa a mi siempre me ha parecido maravilloso el que se atribuye al poea Wang Wei (699-759 d. de C.) y que el profesor Lin Yutang, sus traductores al español titulan: “Fórmulas para el paisaje”. Se trata de una especie de recetario para la composición de pinturas sobre la naturaleza, da igual real que imaginada. Y pese a haber sido escrito -creyamos a la tradición- por un literato tan amigo de las noches de vino y rosas como su paisano Li Po y que se pasó media vida vagabundeando de un confín al otro del Imperio, sus recomendaciones estéticas son a veces tan rígidas y concisas como las de un tratado de estrategia militar o un código legislativo:

“Cuando se pinta un paisaje -nos dice- nuestra concepción de él ha de dejar correr el pincel. Colinas de diez pies, árboles de un pie, caballos de una pulgada y hombres de un décimo de pulgada. Los rostros distantes no muestran ojos; los árboles distantes no muestran ramas; las colinas distantes no muestran peñascos, sino que le las ve a medias, semejantes a cejas; las aguas distantes no muestran rizos, pero llegan hasta las nubes en el horizonte”.

Sus fórmulas, en ocasiones, parecen buscar la matemática viva de la pintura: “Una roca ha de mostrarse con tres lados, y un camino, son sus dos extremos (el de entrada y el de salida). En cuanto a los árboles, deben verse las formas de las copas; respecto del agua, debe verse la dirección del viento”.

Otras veces le sale el poeta chino que lleva dentro, ese poeta contemporáneo de nuestros abstrusos reyes godos y que sigue sonando inusitadamente actual:
“Cuando lluev, se funden tierra y cilo. Los días ventosos en que no llueve se muestran con las ramas inclinadas; en los días lluviosos en que no hay viento, las copas de los árboles parecen agobiadas y pueden verse paseantes con paraguas y pescadores con trajes para el agua”.

También se manifiesta en no pocas de estas líneas la vocación compartida con el narrador que ha de tener el artista plástico:

“En las primeras horas de la mañana, todas las colinas parecen comprender la llegada del día y se muestran cubiertas de leves nieblas movedizas, mientras una luna declinante palidece en el cielo. En el poniente, corona las montañas un disco rojo, los barcos están en la orilla de un río o isleta con las velas recogidas; la gente que retorna a su casa a comer apresura el paso, mientras la puerta de la verja de la cabaña se ve entornada”.

Todas estas fórmulas preceptivas, leídas entre líneas, vienen a sugerir lo contrario de ciertos conceptos morales propios de la espiritualidad oriental, como los de la no-acción y el no-deseo budistas. La pintura china antigua es un perfecto ejemplo de que el arte mejora la realidad.

Más que unas composiciones modélicas, en el tratado de Wang Wei, se percibe, con frecuencia, un deseo de mostrar un mundo ideal, tal como debería de ser si la naturaleza se rigiese por análogos principios de armonía que la preceptiva artística:

“En primavera las nueblas pueden extenderse sobre el pasaje, mientras en el aire juega el humo de las chimeneas. Hay largas extensiones de nubes blancas, el agua está teñida de azul y las faldas de las montañas cobran una sugestión de verdor. En verano, altos árboles cubren el cielo y las verdes aguas permanecen inmóviles; desde grandes alturas decienden cascadas y un solitario pabellón aparece en las cercanías del agua. En otoño, el cielo es pálido, como el agua; aquí y allí se ven racimos de árboles sin hojas, mientras las grullas vuelan sobre las aguas otroñales e isletas y bancos de arena sembrados de juncos. En invierno, la nieve cubre la tierra, se ven pasar leñadores con sus cargas, y los barcos pesqueros están amarrados, a lo largo de la costa, al paso que las corrientes son lentas y llanos los bancos de arena”.

Incluso en ese mundo ideal, gobernado por el paso de las estaciones como en el calendario de la memoria campesina, cabría pensar en composiciones para las que ya habría un título anterior a la propia obra: “Algunos podrían ser: “Paisaje encerrado en nubes y nieblas”; “Las nubes retornan para anidar en Ch'u”; “Cielo otoñal en una mañana clara”; “Lápida rota en un viejo cementerio”; “Colores primaverales en el lago Tungting”; “Extraviado en un lugar desconocido”, etc.”

El tratado de Wang Wei condensa en sus fórmulas estéticas los cánones sobre los que se fue cultivando la pintura del floreciente periodo de la Dinastía Tang. Muchas de ellas siguen plenamente vigentes no sólo en materia de arte plástico, también en literatura y en cualquier otra disciplina creativa. Un ejemplo final son estas líneas en las que el autor de estas  “Fórmulas para el paisaje” realiza una encendida y aguda defensa de la sutilidad:

“En un paisaje no debe haber demasiados árboles, pues obstruirían la visión de las colinas; éstas no deben alinearse en desorden, sino han de ayudar, más bien, a subrayar el espíritu de los árboles. Puede considerarse como un artista del paisaje a aquel que sea capaz de hacer estas cosas”.

Lo afirma con rotundidad el viejo Wang Wei y no está de más recordar sus enseñanzas hoy en que, más que en cualquier otra época de la civilización
 humana, una gran parte de las mercancías que se venden como auténtico arte contemporáneo no dejan de ser más que cuentos chinos.



quarta-feira, 5 de junho de 2013

flamenco

También los caballos mueren”, escribió Xuan Bello en unas emocionantes líneas dedicadas a un caballo llamado Jimmy, que llenó de verdad viva su infancia. Me vienen inevitablemente a la memoria al rescatar esta imagen de Flamenco, un macho entero y precioso, que montó M. en nuestro viaje a caballo, camino de Compostela, hace ya unos años.

Variando unos cuantos kilómetros la ruta original que comunicaba Oviedo con Santiago hasta bien entrada la época moderna, partimos de Lamuño, en Cuideiru y fuimos siguiendo la ruta de la costa para enlazar -creo que en Navia o en Cuaña- con el ramal que se dirigía a Grandas de Salime y de allí, a Galicia, por el Puorto do Palo y A Fonsagrada.

Recuerdo el chaparrón interminable bajo el que cabalgamos desde Salime hasta A Fonsagrada, embozados en unas capas largas impermeables muy similares a las que empleaba hasta hace poco tiempo la Guardia Civil. La lluvia chorreando por la cara y el morro de los animales. El vaho de su respiración nerviosa y fatigada. Luego en lo alto del Puorto, fantasmas y gigantes quijotescos en medio de la niebla, los espaventosos molinos eólicos. Lluvia, neblina baja, viento helado y al final del camino, en una rústica fonda de carretera, un amigo esperándonos al otro lado de la barra: Mr. Leonard Cohen en la portada de su disco “Recent songs”.

Al otro día, la mañana soleada de agosto humedeciendo de oro joven la llanura de la Terra Chá, como en los versos del inolvidable Manuel María: “Un povo eiquí/ unha casa alá/ O resto é soledá”. Y al final de la siguiente jornada la promesa cumplida de las murallas de Lugo. Nuestra entrada por la Ponte dos Francos hasta la plaza de la Catedral haciendo sonar los cascos de los caballos, como viajeros de tiempos más nobles.

Creo que fue en las caballerizas cercanas a la ciudad de Lugo a donde llevamos los animales para que pasaran la noche y recibieran su merecida ración de alimento, o mejor dicho, fuera de ellas, en la extensa finca por la que corrían sueltos decenas de percherones de los curros montañeses, donde vimos a la mañana siguiente a un caballo blanco muy similar a Flamenco comandando un grupo de potros y yeguas. Hasta que no llegamos a las cuadras y comprobamos con espanto que la de nuestro Flamenco estaba vacía, no pudimos creer que aquel pícaro hubiese sido capaz de abrir con su hocico la tarabica de su corral y escapar de la cuadra en busca de aquellas hembras tan olorososas que campaban a sus anchas por los prados de afuera.

En su fuga, el animal se había desprendido de la cabezada y galopaba a pelo por la finca, tan libre como su madre lo trajera al mundo. Todos los mozos de las cuadras y nuestros guías se desplazaban agitándose de un lado a otro para intentar lo que parecía una tarea imposible: atrapar a Flamenco. Como si fuese un toro de lidia, algunos le tentaban: “¡Eh, eh, machiño!” y cuando estaban a punto de cercarle, el bravo andaluz, daba un salto muy elegante y se escapaba de nuevo hacia las praderías revueltas de yeguas y potrillos. Yo contemplaba la escena en un rincón, fumando un cigarro. De pronto vi a Flamenco avanzar hacia el lugar donde me encontraba. Tiré al suelo el pitillo. Dejé que se acercara y luego fui arrimándome a él, sin mirarle a los ojos, como si pasara por allí de casualidad; una vez lo tuve al alcance de la mano, sin dudarlo un instante, lo abracé por el cuello, y el pobre animal se vio tan sorprendido, que ni intentó moverse.

Le habían puesto Flamenco, en recuerdo de su raza andaluza y porque caminaba contoneándose y como a saltitos, igual que un bailarín del barrio de Triana. Era una delicia verlos a los dos, al bailarín y a M., andando al paso, con el mismo ritmo de nalgas y caderas. En el trote corto se le vía también el arte, como de querer emular a sus primos de la escuela jerezana. Y al galope, le salían unas alas invisibles como a Pegaso, y literalmente volaba.

Cerca ya de Santiago, uno de los guías le propuso a M., cambiar de montura solamente esa jornada por uno de los caballos de refresco que llevábamos y dejar que subiese a Flamenco una de las tres abogadas madrileñas (tres auténticas pijas del barrio de Salamanca) que nos acompañaban en el viaje. Creo que la llamaban Cuqui o Mimí, uno de esos apodos cursis que aún se estilan en ciertas esferas sociales de Madrid. Y el caso es que, por tierras de Lavacolla -a la vista del aeropuerto-, nos cruzamos con un grupo de caballistas que seguían la ruta en sentido inverso, montando unas soberbias percheronas del país. Los efluvios que dejaron al paso las yeguas a Flamenco debieron recordarle los de aquellas otras percheras trotonas que conociera en Lugo y ni corto ni perezoso, abandonó nuestra compañía y se fue galopando como un loco tras las hembras de los caballistas, con la pobre Cuqui o Mimí, aullando de terror en su lomo. La madrileña pedía socorro y auxilio, con esas mismas palabras, igual que una damisela de sainete en el Teatro de la Comedia. Nos volvimos ante los desesperados gritos de la experta amazona del Club Ecuestre Puerta de Hierro y vimos a Flamenco perderse, con su horrorizada pasajera, tras el rastro de los caballistas, y realmente volaba como un rayo. Uno de los guías emprendió galope inmediatamente para intentar rescatar a Cuqui o Mimí del repentino desboque de Flamenco y pronto volvieron todos, incluído un caballista, de boina calada y farias en los labios que altruistamente ofreció su percherona como reclamo para que nuestro bravo andaluz volviera a enlazar con el grupo. Cuqui o Mimí se sintió muy aliviada al desmontar de Flamenco y permitir que M. volviera a tomar, encantada, sus riendas.

El último recuerdo de nuestro amigo el bailarín me lleva a una escena que sigue removiéndoseme en el alma hasta dejármela hecha un nudo no sé si en la garganta o en el corazón. Es la imagen de M., llorando abrazada al cuello de Flamenco, con las torres de la catedral compostelana al fondo. El viaje había terminado y en aquella calle trasera de la Plaza del Obradoiro, un camión de transporte de ganados de Santa María del Puerto de Somiedo iba a llevar de regreso a Lamuño a nuestros compañeros de camino durante una semana larga. Antes, todos habíamos llorado de emoción y alegría al entrar al trote inglés, devolviendo al eco de las viejas rúas de Santiago el sonido de unos cascos y dejando que repicaran hasta las baqueteadas lajas del Obradoiro, tras dejar que nuestros amigos de cuatro patas, se abrevaran en la Fonte dos Cabalos. Recuerdo a M., despidiéndose de Flamenco, con los ojos azules, enrojecidos por el llanto y una tristeza tan sentida que no le cabía en el alma. Nos abrazamos. Abrazamos incluso a aquellas insoportables pijas madrileñas que habían hecho con nosotros el viaje -no dejaron de dar problemas, protestar y quejarse todo el camino-, a los guías, al transportista de ganado somedano. El viaje había concluído y comenzaba el tiempo de ir recordándolo como una de las cosas más maravillosas que nos había ofrecido la vida.

M. aún tuvo ocasión de volver a montar a su querido Flamenco en Lamuño, atravesar con él la pedregosa playa de la Concha d'Artedo con las olas rompiendo en los cascos del bailarín, vadear los regatos que llevan, bajo el impresionante viaducto de la Autovía del Cantábrico, por el camino de San Martín de Lluiña y seguir hasta la Playa de San Pedro de la Ribera, para galopar por su orilla, haciendo al bravo andaluz volar por la arena mojada de la bajamar.

Pero, como escribió el poeta Xuan Bello, también los caballos mueren. Tiempo después de no frecuentar el picadero de Lamuño, nuestro amigo Jesús nos dio la última noticia de Flamenco. Lo tenía con dos yeguas en un prau cerca de Oviñana y una tarde, cuando Jesús iba a llevarles pación, el caballo relinchó, se alzó de manos y saltó la valla de la finca hasta la carretera. Fue visto y no visto. Un camión que recogía la leche de las caserías de la zona se topó con el animal sin que le diese tiempo al conductor de evitar el choque. Así murió Flamenco.

Miro esa foto que le hice en las caballerizas de Lugo, unas horas antes de que se fugase de la cuadra y corriera como el loco que era con aquellas percheronas gallegas por toda la finca hasta que al día siguiente la ocasión y un poco de astucia por mi parte logró que lo cogiera. Así es la vida. Con frecuencia, como los antiguos griegos, nos decimos que sólo los mejores mueren antes de que llegue su hora y se le llenan a uno los ojos de lágrimas, como a M., cuando se abrazó a él, en aquella rúa sombría de Compostela, al ver a Flamenco, ahí, tan tranquilo, tan guapo,hozando entre la paja de la cuadra, ahora que tantos de los mejores han caído y ya casi nada importa.