segunda-feira, 8 de abril de 2013

vacas

A veces, cuando no está el tiempo del todo malo, subo con los perros hasta la Casa de Rosario Acuña- en lo alto del Rinconín- por el camino de carro que lleva hasta la playa de Peñarrubia. Me gusta esa vista de la ciudad de Xixón al fondo con una manada de vacas “roxas” paciendo en primer plano. Hoy se me quedó mirando una novilla con unos ojos grandes y claro, que parecían casi humanos (acaso los de una giganta pacífica y obesa).

Me acordé, claro, de Io, aquella ninfa hija del río Inaco, de la que nos cuenta Ovidio en sus Metamorfosis que habiéndose encaprichado de ella Júpiter, para cortarle el camino y cercarla, hizo caer sobre la tierra una densa capa de niebla. Cuando estaba a punto de tocarla, como en las comedias de enredo, apareció su legítima Juno, que sabiendo de la afición de su marido por el sexo rápidos con otras, raramente le quitaba el ojo de encima y lo tenía amarrado en corto. Al Señor de los Truenos y las Nubes, para disimular, no se le ocurrió otra cosa que convertir a la pobre Io en vaca, una hermosa novilla blanca, según la descripción de Ovidio.

Juno, que conocía a su hombre más de lo que él, seguramente, se imaginaba, celebró la buena estampa de la novilla, con todo el cinismo del que fue capaz, y se la pidió a Júpiter, como sólo algunas mujeres saben pedir las cosas. La historia, bastante difundida, acaba en unos puntos suspensivos para la ninfa convertida en vaca, tras habérsela confiado su nueva dueña al leal Argos, el de los cien ojos. Y que peor fue el final del guardián de Juno, decapitado y con sus cien ojos cegados y luego esparcidos por la cola del pavo real.

No lo refiere el autor de Las Metamorfosis, pero si los cien ojos alerta de Argos acabaron ilustrando las colas de los pavos reales, parece verosímil que los de la ninfa Io, dulces y serenos de tanto reflejarse en el caudal de las fuentes y su padre Inaco, el río, pudieran haber sido tramitidos en el ADN de generaciones y generaciones de vacas hasta estas “roxas”, asturianas de los valles, que hoy pacían, tranquilamente en las praderas del Rinconín de Xixón, unas ignorando su fatídico sino como madres de futuras terneras destinadas al consumo humano y las más jóvenes, sin saber, como la Cordera de Clarín, que más allá de estos pastos verdes y nutritivos de la mariña xixonesa, les espera el gancho en un matadero comarcal.

Al volver del paseo, aprovechando una tregua de este Abril, cruel como no se recordaba, me fui con los perros a una terraza a leer los periódicos. En las últimas planas del que tiene más tirada en Asturias, me saltó a la vista una esquela con un nombre que no me resultaba del todo desconocido. Aún tenía reciente la memoria del divertido centón mitológico de Ovidio y fue inevitable pensar en las muchas metamorfosis de aquel tipo, cuyo fallecimiento se anunciaba en una considerable esquela de La Nueva España, y en lo mucho que había llovido desde que lo conociera en las ingenuas estepas de aquella juventud airada de principios de los ochenta.

Como falleció en Xixón y las líneas de la esquela consignan a unos cuantos familiares y deudos del difunto, no creo que pierda nada el recuerdo fugaz si le cambio levemente el nombre y digo que se llamaba, no sé, por ejemplo Lautaro Garrido Yrigoyen. Era argentino. Se presentó un día en el puesto de difusión y venta de propaganda que ponía en los mercados de los lunes en Sama y los sábados en La Felguera la organización política -sumamente marginal- en la que entonces militaba. Firmó no sé qué manifiesto que allí teníamos expuesto a la solidaridad ajena, como el resto del material gratuíto o venal de la causa y nos compró un par de pegatinas, de las que no nos atrevíamos a poner precio, por su deficiente calidad de impresión y que dejábamos a la voluntad del donante. Ojeó brevemente uno de nuestros panfletos y acto seguido nos transmitió toda su solidaridad para el combate que libraba nuestra modesta organización contra enemigos tan poderosos como el capitalismo, el imperialismo, el centralismo y la indiferencia de los mandamases autonómicos hacia nuestra lengua y cultura asturianas.

Ese mismo mediodía, en torno a un cuartillo de mistela, Lautaro nos confesó que él también era un combatiente contra los males del mundo capitalista, imperialista y centralista. En su país había luchado en las filas armadas, no sé si de los Montoneros o de los Tupamaros y por ello había padecido torturas, prisión, luego el exilio. Lo acogimos en nuestra célula revolucionaria como a un pariente de la propia estirpe que volviera después de años de ausencia. Nos contó que llevaba meses sin contacto con sus compañeros del exilio y que se encontraba en una precaria situación económica y vital. Ni siquiera tenía un techo donde dormir cada noche. X. Y T., la única pareja emancipada de la agrupación local del frente revolucionario en el que militábamos le ofreció su propio hogar como cobijo. En él se tiró el argentino casi dos años, parasitando de la solidaridad de la pareja y de los demás miembros de la organización le proporcionábamos. En cierta ocasión nos propuso organizar un festival para recaudar fondos destinados a sus compañeros exiliados en España (con los que finalmente había logrado contactar, según nos dijo) y lo organizamos con músicos y artistas de la zona que se prestaron a colaborar de forma desinteresada: de la entradas al festival y de la recaudación del bar en el que trabajamos todos menos él, que se reservó, el papel de presentador del evento y auxiliar de escenario, se sacaron unos miles de las antiguas pesetas que él prometió trasladar a la red de apoyo a sus compañeros en el exilio. Ese era el propósito del viaje que emprendió al día siguiente, supuestamente, hacia Madrid. Recuerdo que lo acompañamos hasta Oviedo para despedirlo en la estación de los ALSAS y los abrazos efusivos en los que se fundió con cada uno de nosotros. Fue la última vez que le volvimos a ver el pelo, que lo traía largo y desgreñado, aparentando una impronta aindiada, que casaba difícilmente con sus ojos azules y su bigotillo rubio, no sé si de sus ancestros vascos o asturianos.

Fue la última vez que lo vimos los incautos militantes de aquella organización minoritaria de la que sólo nos acordamos los trenta y tantos que pertenecimos a ella. Yo sí volví a verle el pelo, al menos, en dos ocasiones más. La primera, apenas unos diez años después de su viaje sin retorno a Madrid. Fue en el País Vasco, en Bermeo, en un concierto del inolvidable Míkel Laboa al que asistía yo con un amigo de La Cuenca, aprovechando por aquellas tierras unas breves vacaciones, entre lúdicas y revolucionarias. Lo reconocí de inmediato al ver a aquel tipo melenudo y con txapela que pasaba, como otra media docena de voluntarios, entre el público una bolsa de basura en la que la mayoría de la gente echaba monedas o billetes para los presos etarras. Pasó a mi lado y le miré a los ojos, pero no quiso o no fue capaz de devolverme la mirada. Yo tampoco le dirigí la palabra. Me limité a sonreir internamente recordando aquella tarde en los Alsas de Oviedo en la que nos abrazó tan efusivo y sonriente, alzando el puño en el pescante del autobús, seguro que pensando: “¡Aquí me lo llevo todo, inocentes!”. La posibilidad de que una parte del dinero recogido en la bolsa de basura que ofrecía a la voluntad de la gente terminara en sus bolsillos o en la barra de un bar, diluido en txiquitos o zuritos, o en una casa de putas, también consiguió transformar mi lejano rencor en un guiño interno de simpatía.

Tantos años después me encontré a Lautaro no hace un mes en un cruce del centro de Xixón. En mi trallado utilitario Hyundai intentaba respetar un paso de peatones con una decrépita anciana en muletas cruzándolo cuando vi en el espejo retrovisor el reflejo de unas luces largas y mis oídos, estuvieron a punto de quedarse sordos con el pitido que me dedicaba el coche de atrás, un potente BMW de los de la gama más alta de la marca alemana. Como es natural, ignoré al fantasmón que lo conducía e incluso me permití demorarme unos pocos segundos, atusándome la perilla, mientras la anciana ya hacía rato que transitaba por la cera del otro lado de la calzada. Entonces el BMW aceleró bruscamente y con la misma agresividá se colocó a mi lado. El conductor bajó la ventanilla del copiloto y con inequívoco acento argentino me llamó con toda la potencia de su voz un poco aflautada “cachivache de mierda”.

- ¡Tengo prisa! ¿Sabés lo que es eso? -siguió gritando aquella voz meliflua e irritante- ¡Cada segundo que pierdo, pierdo plata! ¡Pero vós que sabés de eso!

Lo miré atravesado, como se mira a alguien que estás a punto de cortar en dos con una rotunda espada del calibre de Excalibur. En ese momento reconocí aquel bigotillo rubio, las greñas que habían quedado reducidas a un sutil pelambre engominado hasta las sienes de una estudiada calvicie, el rictus autosuficiente que solía componer cuando refería sus graves padecimientos en manos de los militares del general Videla. Repasé con el rabillo del ojo -cada vez más encendido- el lustroso chapado de su BMW. “¡Has llegado lejos, Lautaro -exclamó una voz interior-, ya eres el que siempre quisiste ser! ¡Te felicito!”. Mi brazo, diconforme con la voz interna, se limitó a despedirlo con una peineta.

Ahora no me arrepiento de aquella brusca despedida pero me siento un poco a disgusto. Miro y remiro la esquela, me vienen otra vez las Metamorfosis de Ovidio, la estampa de esa novilla, pacífica y dulce del Rinconín, que había heredado en sus genes la mirada preciosa de la ninfa Io. Y lo que aquella lucida ternera me sugería: hoy estamos aquí y mañana en el matadero. Creo que me gustaría disculparme, ahora que ya no puedo, con Lautaro. Ahora sé por qué tenía tanta prisa la última vez que nos encontramos.

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