quarta-feira, 6 de março de 2013

rock'n'roll star

Pasa la juventud veloz todas las noches de los viernes y los sábados en su coche prestado, como si tuviera aún más prisa por vivir de la que le imprime la propia naturaleza. Supongo que hace tres décadas yo mismo debía salir así algunas noches, como estos que pasan ahora delante de uno pisando el acelerador, más que con ganas de comerse el mundo, parece que de atropellarlo. Aunque en aquellos tiempos, los famosos ochenta, en mi pueblo teníen coche sólo los jóvenes que ya trabajaban y algún hijo de papá, que no solía parar por los mismos bares que nosotros. Ello no impedía que sintiésemos la misma atracción por el vértigo de la velocidad y del riesgo en todos los órdenes de la vida corriente: de las lecturas al sexo, pasando por el consumo de la más variopinta suerte de drogas legales e ilegales.

Sin pretender volver a ser jóvenes ni aparentarlo algunos proseguimos nuestra afición por la noche y sus veloces peligros hasta bien entrados en la cuarentena, y aún hoy no desdeñamos el gusto por dejar que nos amanezca o nos llegue la hora del Angelus entre copas y conversaciones más o menos gratas. No fue el caso de todos los que sobrevivimos a la, a menudo exagerada, vorágine de los ochenta.

De vez en cuando me cruzo en conciertos de verano o de los escasos locales donde aún se permite programar música en directo a uno de esos raros supervivientes que se quedó varado en una especie de remolino o bucle del tiempo y mantiene la misma actitud vital y estética de sus veinte años. Lo recuerdo perfectamente de los primeros tiempos del Café Trisquel, en la calle Pedro Duro, era uno más de una pandilla de rockers o rockabillys -como se les llamaba entonces- en la que no solía destacar como el que llevase la voz cantante del grupo o el que más éxito tenía con las chicas: esa palma se la llevaban dos tipos altos con un parecido, seguramente nada involuntario, con el cantante Loquillo. Éste que digo, aparentaba una cierta timidez, no exenta de pusilanimidad, y en lo único que llamaba la atención era en su capacidad para emborracharse el primero y en ese estado, cada vez más notorio, también acababa siendo el último en desertar de la fiesta, con frecuencia ayudado por el personal del bar de turno donde hubiese llegado su hora. En los conciertos se le veía más seguro de sí mismo que sentado en la tertulia de los rockabillys: allí, con una cerveza tras otra en la mano, acompañaba a los músicos contoneándose sobre los tacones de sus botas camperas o meneando el tupé al ritmo de las canciones y de su particular borrachera.

De aquella pandilla del antiguo Trisquel no he vuelto a ver a ninguno de los que la integraban habitualmente. Lo más seguro es que la mayoría de ellos se haya recortado las patillas y la alopecia haya echo lo propio con sus tupés engominados. Hoy serán felices o infelices padres de familia que de vez en cuando escuchan por Internet los temas de sus ídolos de juventud y pasarán inadvertidos por la calle bajo sus actuales apariencias convencionales. El único que sigue en sus trece es aquel chico tímido y pusilánime, con poco éxito en materia de ligues y demasiado en el de beber más que sus compañeros de correrías. Ya no es ningún chico, las arrugas y las canas, la expresión que se le ha ido dibujando en el rostro, de una marcada amargura, delatan claramente su edad real. Tampoco su manera de vestir -literalmente la misma de hace más de tres décadas- contribuye a rejuvenecer el look del hombre: una sobada cazadora de cuero con las cremalleras descarriladas y consumidas por la herrumbre; una camiseta negra con la bandera sudista que de tanto lavar o tal vez de lo contrario se diluye en unos espectrales tonos grises, casi en blanco y negro; los levis ajustados, que una vez fueron azul marino y que han ido adaptándose a la arquitectura de sus frágiles huesos, hasta el extremo de parecer pegados a ellos, como sucede con las mortajas de los cuerpos momificados; y el cadáver de sus eternas camperas de Valverde del Camino, que en el último concierto en el que lo vi -como siempre, igual que hace más de treinta años, en primera fila, dándolo todo agarrado a una botella de cerveza- pedían a gritos un zapatero remendón que solucionase el desgaste de los tacones y el hocico abierto de las punteras, por las que asomaba el calcetín y algún indiscreto dedo.

Siempre que me lo encuentro dan ganas de preguntarse cómo habrá logrado sobrevivir todos estos años solo y aferrado a la determinación de seguir siendo como ya no puede ser, mientras a su alrededor todo cambiaba, su grupo se dispersaba, abandonándolo en su rincón, todo iba poco a poco abandonándolo a su suerte. Ni siquiera supe nunca cómo se ganaba la vida entonces ni ahora. Alguna vez lo vi dejando publicidad por los buzones y en otra ocasión ayudando a un repartidor de refrescos a descargar la mercancía por los bares.

Nunca volví a coincidir con él por ningún bar, no sé si porque frecuenta otros garitos distintos a los de uno o en los que podría recalar porque ponen música de esa que a los de su tribu les gusta no para. Sólo lo he vuelto a ver en conciertos. Durante la Semana Negra, frente al escenario central o ante los de los pocos bares que siguen programando música en vivo, intentando seguir con sus dedos en una invisible guitarra eléctrica los endemoniados acordes de Rafa Kas o el swing de Javi Savoy y sus Paramétricos. Las actuaciones gratuítas del verano en la Plaza Mayor, incluso las fiestas “de prau” menos alejadas de la villa, suelen ser los lugares donde he asistido a sus últimas apariciones en público.

Hace unos pocos años lo descubrí una noche en medio de la marabunta de gente que llenaba el bar La Plaza de Cimavilla. Me extrañó verle allí, en aquel ambiente tan alejado de lo que él parecía empeñado en seguir representando y mezclado o estrujado entre chicos y chicas, veinte o treinta años más jóvenes que él. Entonces vislumbré en el centro de la barra a un tipo trajeado que sacaba a todos los que le rodeaban unos cuantos palmos de altura. Estaba charlando con el músico Nacho Vegas y con el antiguo director del Festival de Cine de Xixón, José Luis Cienfuegos. A pesar de su estatura y de aquel traje de Armani tan fuera de lugar, en un principio me costó reconocer en aquel tipo cincuentón con trazas de agente comercial o de hampón hortera, al rockero que conquistó todas las listas de éxito en la movida de los ochenta. Nacho Vegas parecía escucharle sin demasiado entusiasmo y bebía de poco a poco en su vasito de whisky solo. Cienfuegos, con su entusiasmo habitual, debía de estar ilustrándole acerca de sabe Dios qué maravillas que la decaída estrella de rock simulaba compartir con ceñuda atención. En eso sentí que me empujaban por detrás, alguien estaba intentando abrirse paso hacia el lugar que ocupaba el famoso ídolo de la movida. Hubo un asomo de motín entre los que nos veíamos así tan bruscamente comprimidos contra el resto de la clientela. Yo lo dejé al reconocer en el autor de aquel atribulado avance entre las masas hacia el hampón hortera al superviviente de los rockabillys del Trisquel. Logró extender una mano hasta la espalda de su ídolo y en el instante en que éste se giró como si le acabase de picar una culebra, le sonrío como si se encontrase con un viejo amigo:

- ¿Tú eres El Loco? ¡Porque tú eres El Loco! ¡Choca esos cinco! ¡Siempre te he seguido!

El interpelado lo miró de arriba abajo con una actitud más agresiva que distante.

  • Sí, claro, yo soy El Loco.
Volvió a repasarle de arriba abajo, estirando el cuello y la papada en un rictus que seguía el mismo lenguaje gestual de agresividad latente.

  • ¿Y tú quién eres? -No se lo preguntó, se lo escupió-. ¿Tú quién coño eres?

Cienfuegos hizo ademán de intervenir, pero el del traje de Armani lo disuadió con una sonrisa socarrona, mientras Nacho Vegas arrimaba su vaso de whisky a los labios, mirando hacia otra parte.

El desvencijado rócker de la pandilla del Trisquel, bajó la cabeza, como dicen que es costumbre entre los lobos viejos ante los indiscutibles líderes de la manada ofrecer su cuello humillado para que se lo destrocen de una dentellada, y con un hilillo de voz, sin alzar la vista, aceptó tragarse la hiel de la derrota:

- Yo soy un don nadie...

Salgo a pasear los perros por el Muro de San Llorenzo en esas noches de los viernes y los sábados en los que pasa a toda velocidad la juventud en su coche prestado intentando comerse el mundo o atropellar lo que se le ponga por delante y a veces pienso en ese pobre fantasma de la cazadora de cuero sobada y las botas camperas de Valverde del Camino que hacen aguas enseñando dedos indecentes de ahujereados calcetines, se parece bastante a la sombra que algunos días confusos de nubes negras y remordimientos aún más negros nos consumen recordándonos un tiempo en el que, sin duda, pudimos ser mejores, más inteligentes o afectivos, menos torpes y que, así pasen los años, sigue sin olvidar las cuentas debidas. Esos días extraños en los que agachamos el hocico, como los viejos lobos que ya poco esperan de la ley del monte, y ofrecemos el cuello a las dentelladas del tiempo que pasó. No ya don nadies frente al enemigo irrebatible: simplemente nadies, sin un don que nos pueda adecentar, salvar de la dentellada.


1 comentário:

  1. Es de las historias más desoladoras que has contado (y hay competencia en eso). Un abrazo.

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