quinta-feira, 24 de janeiro de 2013

cuesta abajo

¿Habían pasado cuántos? ¿Casi veinte años? Y lo había visto una vez en la vida. Aún así lo reconocí. Era él sin duda. Algo más envejecido y más desastrado que aquella noche en la que nos lo encontramos en el antigüo Trisquel de Xixón. Veníamos de Oviéu, de la tertulia del Café Alfonso, los cuatro playos que compartíamos las horas muertas de las tardes de domingo en aquel local, tristemente desaparecido, con Antón García, Xuan Bello, Alfonso Velázquez, Silvia Ugidos y otros cómpices. Al llegar en el último Alsa teníamos la costumbre de pararnos a tomar la espuela en el Trisquel.

Ese domingo, después de llevar un buen rato en aquella especie de vagón de tren que era el café de la calle Pedro Duro, cuando estaban a punto de cerrar, un tipo que bebía solo apoyado en la barra se acercó a nuestra mesa y tras pedir permiso cogió en sus manos uno de los libros que habían estado circulando esa tarde por la tertulia del Alfonso. Era un volúmen de versos del escritor vasco Bernardo Atxaga en edición bilingüe.

- ¡Excelente escritor! -dijo, arrastrando la lengua, mientras hojeaba el libro-. Además es amigo mío. Estudiamos juntos en Sarriko. Ya entonces escribía. Yo también algo, aunque al final lo dejé por el diseño gráfico. Esta portada no, pero otras de Joseba (José o Joseba Irazu es el nombre civil de Bernardo Atxaga) las diseñé yo mismo. También diseñé un disco de un amigo común que cantaba poemas suyos.

Nos miró fijamente uno por uno, con una sonrisa ladeada en los labios.

- Lo cierto es que hace años que no nos vemos -añadió-. Aunque creo que tengo todavía su teléfono en la agenda...

Metió una mano en el interior de la americana y extrajo una baqueteada agenda del tamaño de una cájara de fósforos.

- ¿Queréis que lo llame? -preguntó, sin apear la sonrisa de medio lado.

Uno de nosotros miró hacia la esfera del reloj que presidía la barra del antiguo Trisquel y cruzó con los demás un guiño de alerta. Marcaba las dos y cuarto de la madrugada.

- No, no se moleste -dijo, creo que Fonsu Martín-.

- Además, nosotros también lo conocemos -añadió Ramón Lluis o yo, no lo recuerdo bien-. Estuvimos hace poco con él aquí en Asturies...

- Y la verdad es que es un poco tarde para llamar a nadie -apostilló, Vera, aportando el toque de sensatez necesario para conseguir que aquella agenda maltrecha volviera al bolsillo interior de la chaqueta.

- ¡Está bien! -repuso el tipo-. Si no queréis que le llamemos, no pasa nada. Aunque me habría gustado saludarlo. Hace años que no nos vemos... 

De pronto, volvió a escrutarnos uno a uno con la mirada.

- ¿Y de qué conocéis vosotros a Joseba?

Ahora, estoy seguro al recordar que fue Ramón el que invitó a aquel tipo a sentarse con nosotros y con gran paciencia comenzó a explicarle las circunstancias que nos habían llevado a conocer a su amigo el escritor. Él nos miraba con incredulidad y cuando Bande le expuso que también nosotros escribíamos y publicábamos libros...en asturiano, al tipo se le pusieron los ojos como platos.

- ¡No me lo puedo creer! Llevo dos años aquí en Asturias. Me fui del País Vasco porque había cosas allí que no me gustaban nada, vine a Gijón buscando otra vida, una realidad distinta...Y al cabo de dos años me encuentro con unos tíos que aseguran escribir...¡en asturiano! -Se echó las manos a la cabeza, con mucha teatralidad-. ¡No me lo puedo creer!

Se levantó a pedir otra copa. Desde la barra nos preguntó si podía invitarnos a una ronda. La prudencia nos aconsejaba rehusar educadamente, pero la curiosidad podía más.

Con su whisky en la mano y con los que siguió pidiendo hasta que Ramón, el chigrero, nos enseñó la puerta de salida del Café para poder cerrar, el tipo fue desgranando ante aquellos cuatro desconocidos toda su vida desde que abandonase la Facultad de Económicas de Sarriko. 

Había comenzado en el diseño gráfico ilustrando portadas de grupos del llamado Rock Radikal vasco y luego había colaborado en algún trabajo del también diseñador y cineasta donostiarra Iván Zulueta (el mítico autor de “Arrebato”). Después se había trasladado a Madrid. Eran los primeros años de la movida y allí vio el cielo abierto para su desarrollar su creatividad con gran éxito. Diversas portadas de los principales grupos musicales de la nueva ola madrileña llevaban su firma. Entonces, un golpe de suerte le había conducido al mundo de la moda. En él había encontrado el verdadero filón de oro para hacerse un nombre y conseguir que la fama adquirida en sus colaboraciones con los principales modistos españoles trascendiera hacia una proyección internacional. Con nostalgia recordaba sus días de vino y rosas en suites de los más lujosos hoteles de Milan, Berlín, Tokyo, Nueva York. Aquellos días en los que -nos aseguraba, blandiendo su copa de whisky ante nuestros atónitos ojos, como las Tablas de la Ley de Moisés- se desplazaba en helicóptero por las principales urbes del planeta, en lugar de en taxi o en limusinas, y cuando sus agentes concertaban una habitación para él, en lugar de escoger los hoteles por sus estrellas, lo hacían consultando a ver si tenían helipuerto en la azotea. Todo esto nos lo contaba con la misma naturalidad con la que un rato antes evocaba sus años de estudiante frustrado en Sarriko y su amistad con el escritor Bernardo Atxaga.

El capítulo de sus triunfos eróticos había merecido un aparte especial en su narrración y con aquella naturalidad que le facultaba para pronunciar los nombres de Atxaga o Iván Zulueta, Almodóvar y Alaska o ennumerar las metrópolis por las que había ido planeando en sus helicópteros de alquiler, pasaba al recitado de la lista -incompleta- de todas las amantes de fuste a las que había tenido el gusto de conocer en la intimidad: todas de la primera división mundial de las pasarelas, el celuloide o el pop . Incluso se permitió, en un paréntesis confesional, desengañarnos a los tres varones del asombrado auditorio, de la verdadera calidad como mujeres de unas cuantas que teníamos mitificadas como auténticas divas.

- Se quitan el maquillaje y el tanga...-sentenció, con gesto de perdonavidas- ...Y al final...¡cómo la mujer del fontanero! ...Unas tías corrientes, vulgares...sin ningún misterio... 

Habían pasado casi veinte años. Aún así reconocí en aquel tipo que miraba con cara de bobo el escaparate del Sex Shop de la calle Ezcurdia, en mi barrio, al que nos habíamos encontrado los xixoneses de la extinta tertulia del Alfonso en el antiguo Café Trisquel una noche de domingo. Estaba más viejo y me pareció observar que llevaba el mismo traje ajado de Armani, sin corbata, de aquella ocasión, aún más ajado, sucio, con los bajos del pantalón raídos.

Ahora contemplaba extasiado, por decirlo con cierta delicadeza, unos zapatos de tacón vertiginoso, dos piezas imposibles de ver bailando por las aceras de la vida ordinaria a no ser en los pies de alguna alucinación fetichista, nimbadas con un desopilante collar rojo de plumas y una liga festoneada del mismo color.

Más que un bobo o un enajenado, nuestro antiguo amigo, con el rostro enjuto, la barba rala y descuidada, las ojeras profundas que le ensombrencían el perfil de la nariz aguileña, su misma actitud de desdén y desasimiento de todo lo mundano, tenía un algo de quijotesco, de caballero o soldado vencido que no se resignaba a abandonar el campo de batalla y permanecía allí, absorto en su propio sueño, ajeno a todo lo que le rodeaba, seguramente para peor. 

Recordé su última exhibición de aquella noche, que, fuera del Trisquel, continuó en un antro, que no recuerdo ni dónde estaba. Metió una mano en el interior de su ajada americana de Armani y sacó una cartera de piel. Nos la mostró como acostumbran a hacer los policías fracasados y alcóholicos de los telefilmes americanos cuando un superior les obliga a entregar su placa: era un tarjetero en el que se adivinaba el canto reconocible de una Visa Platinum, otra American Express Centurion Card y así hasta media docena de ellas. Todas caducadas y sin crédito, nos confesó en un alarde de sinceridad. Y como un general de un ejército que ya no existe, revolvió en sus bolsillos en busca de monedas y antes de solicitar que le invitásemos a la última copa, volvió a extender aquella cartera repleta de inoperativas tarjetas de crédito.

- No me creéis. Y me da igual. Estos son mis galones...



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