domingo, 25 de novembro de 2012

el calor perdido

Tras pasar largos años alejado de los suyos y de su lugar natal, había decidido volver con la añoranza del calor perdido en su ya remota juventud.

Al descender del coche una violenta ráfaga de aire helado le golpeó el rostro. Se subió los cuellos del abrigo y con las manos ateridas en los bolsillos comenzó a caminar por unas calles cuyo trazado le costaba identificar. Apenas quedaban edificios del tiempo en el que él se había marchado y en sus antiguos solares se erguían por todas partes impersonables bloques de pisos que podrían ser los de cualquier otro lugar.

Entró en un bar, atraído por el reclamo de un cartel en el escaparate que ponía: “Hay caldo casero”, con la intención de calentar el cuerpo y buscar en una guía telefónica a los familiares que debían seguir viviendo allí. Pidió una taza de caldo y un cuarto de hora después le trajeron un brebaje amarillento, con restos aún sin disolver del sobre de sopa instantánea, completamente frío. Entretanto había ido llamando a los únicos tres parientes cuyo nombre encontró en la guía y de los tres sólo uno había descolgado el teléfono: no parecía conservar gran recuerdo de él y le despachó bruscamente, arguyendo que “su” familia -es decir, la suya- le esperaba para cenar. 

Salió del bar, dejando la taza de sopa intantánea fría, prácticamente entera y una nueva ventolera polar le hizo subirse los cuellos del abrigo. Avanzó por aquellas calles desangeladas y sin un alma que alumbraban farolas de una potente luz rojiza en la que se mostraban aún más tétricos los bloques de pisos bajo los que yacían sepultados los recuerdos de aquellas viviendas de planta baja o todo lo más dos o tres pisos y galerías de madera acristalada que él recordaba. 

Cerca ya del lugar donde había aparcado el coche, a la vuelta de un callejón que lo mismo podría ser de Queens que de Vallecas, lo sorprendió el rastro de un olor en el que parecían venir todas juntas las reminiscencias de aquel calor perdido largos años atrás. Le bastó doblar la esquina para encontrar el lugar del que emanaba el aroma de los días que ya nunca más iban a volver y en los que el mundo era un confortable cobijo reforzado por el círculo afectivo de los vínculos familiares. Reconoció ese calor incluso antes de doblar la esquina. Era el calor de una churrería.

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